El
día se cierra a las cinco de la tarde,
con
su marejada eléctrica hace temblar las mandíbulas.
Rechinan
los colmillos hasta enterrarse
en
el labio oscuro de la híper-realidad
vaciada
como un espejo quemado.
Sobre
la loza helada de los sótanos,
el
bisturí atraviesa los ojos
como
uvas reventadas.
El
silbido de los árboles
se
mezcla al grito sordo
de
las uñas incrustadas en el piso de madera.
Nadie
se entrega mudo a sus verdugos.
La
cama metálica rostiza la carne
y
el curvo cuchillo atraviesa
de
lado a lado las pantorrillas.
Te
veo avanzar con las manos caídas
arrastrándote
por el suelo pedregoso
hacia
esa orilla oscura donde todos
acabamos
por perder para siempre
nuestros
nombres.
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