Metódicamente
sigo los movimientos proscritos
viviendo
la vida de los otros,
esa
proyección de sus temores y dudas.
A
veces sueño
los
sueños que me dicta
mi
adorado verdugo
emerge
entre las vísceras de un buey
victorioso
e incólume
como
un general triunfante
entre
el desmembramiento de sus tropas.
Ante
su acecho intento llevar mis capacidades más allá de su limite
hasta
que el cuerpo y la mente se disocian
y
se flecta al punto de quebrarse
como
la noche herida por el rayo.
Los
puertos en que he vivido
se
superponen como una misma calle
donde
he podido ser todas las personas
menos
quien soy.
Las
calles que conozco
de
ese país de la infancia
me
resultan insoportables.
Los
semáforos que siempre me detienen
y
las personas que muy compuestas se siguen unas a otras
ordenadas
hasta la nausea
llenan
la ciudad.
El
arcángel de la niñez
ya
no canta entre los oscuros rincones del cuarto
ni
enuncia porvenires entre los sueños.
El
polvillo recorre las habitaciones vacías
pobladas
por espejos opacos
llenos
de los rostros de este mundo,
lentos
paisajes se pierden por las ventanas.
En
el jardín abandonado
los
rostros tallados han perdido su forma
y
los senderos se han cerrado sobre sí mismos
ocultando
la secreta casa de los juegos.
Entre
ruedas que ya no giran
y
muñecas a medio enterrar
un
ciervo blanco muerde los pulmones
de
los últimos cadáveres olvidados.