Volvió a la vieja ciudad, ingresando por la
avenida más ancha donde los niños juegan levantando el polvo, al costado el rio
destellaba. Las calles, tal como antaño, seguían luminosas y cristalinas, mas
su mirada poseía un gesto que se propagaba lentamente por su cuerpo, lo cual
fijaba una pequeña sombra sobre sus ojos, de pronto el portal de la casa se
volvió lúgubre y su vitalidad se desvaneció en la memoria como un rostro que
lentamente se hunde en la oscuras aguas de una noria. La vida era la misma, en
apariencia, pero alejada de aquellos signos que transmutaban la realidad, todo
se había vaciado y ya no había profundidad posible en ningún objeto.
Un árbol se entrelazaba sobre sí mismo anudando
su carne con fiera resistencia al viento de los años, las venas rugosas que
recorrían su tronco reposaban en la sombra de las hojas que variaban su color
según el movimiento del día, el viento hacía silbar las ramas como un enjambre
de aves transparentes que parecían querer arrancar el tronco desde sus raíces,
entre las ramas un pálido rostro pendiendo se mecía al compás de las hojas,
parecía detenido en esa tenue sombra donde la violencia del mundo era incapaz
de entrar.
Ya nadie tiende una mesa por mí
ni las copas se llenan
por otra cosa que no sea lluvia.
Días jubilosos
pasan deformes entre el humo de la memoria.
En las postrimerías del ayer
un caballo rojo baja por el riachuelo
hasta tocar la noche del océano.
Una niebla cubre la desembocadura del río
desde lo alto de la casa se oyen graznidos de
animales
que agonizan en algún lugar perdido del bosque
el barro parece elevarse
y formar extrañas figuras que trepan por los
arboles
un agujero se abre en el aire
como una mancha perturbadora la luz quiebre la
realidad
destroza la suave quietud de los días.
Nada volverá a estar conectado
en el derrame de luminosidad las cosas pierden
su sustancia
los cuerpos se inundan de una profunda soledad
al impregnarse de vida.
La geometría de las estrellas
se expande en la silenciosa mecánica de nuestro
interior
ambas frágiles como la escarcha en el cristal
y difusas como las sombras en un día de lluvia,
hace preferir el azar a la matemática celeste.
Es necesario sumergirse bajo las cortezas de
las cosas
en lo profundo de ese mineral acuoso
que vibra con la música de las estaciones
cuyos brotes de sangre
arrastran el cuerpo
y se evapora en un sopor.
El cabalgar del fuego sobre las ciudades
hace brillar impetuoso el mar nocturno.
Nadar mar adentro hasta que el oleaje haga
desaparecer el mundo
y el frío borre la huella de los sentidos,
burbujas de aire estallan en el manto sereno
del océano
como metal filoso
van cortando la garganta
hasta hundir la boca en un perpetuo silencio.
Ya he conseguido olvidar mi nombre
entre los desiertos del día
y los espejismos de la vida
una cuerda floja me sujeta
a esa piedra que adoro
la abrazo con sus espinas
vierto mi sangre sobre su carne metálica
y me dejo deslizar
con una complacencia
similar al rostro oculto
de quien camina al patíbulo.
El problema siempre residió en poder
colocar algo en el tiempo para que lo llene
mover frenéticamente la mirada
entre destellos y claroscuros
dejar pasar cada suceso de forma incompleta
como las copas que se despedazan,
saciarse con los fragmentos
restos de una ciudad imaginaria
que nos persigue
con su olor a madera húmeda
con su arquitectura inaccesible.
La matemática y arquitectura del todo
se encuentra inscrita en la secreta mecánica de
nuestro interior
ambas tan frágiles como la escarcha en el
cristal
y tan difusas como las sombras en un día de
lluvia.
Se han cortado las amarras
y la percepción ha perdido su profundidad.
El azar se impone a la matemática celeste
no hay tejido sobre los cuerpos
solo signos aislados
solitarios en la gran sinfonía oscura
que se derrama en el silencio
del nocturno océano.
También mar adentro corren ríos
que regresan sobre el camino
y se tejen sueños
restos de naves prometidas
que jamás llegan a orillas del mundo.